Buscar este blog

miércoles, 12 de junio de 2013

Composición del ayer



Vi a la reina muerta
En su trono de tela

Frío, hueso y carne
Ayer, la reina muerta



Besé a la reina muerta
en su cara de cera
hielo, vela y llanto
Ayer, mi alma muerta

Llevé a la reina muerta
Al lado, su princesa
viento, noche y olvido
Ayer, la luna muerta

Y la deje a ella
Ceniza, madera y piedra
Ayer la reina muerta
Hoy, una nueva estrella

Un pequeño homenaje a una de las persona que hizo lo que soy hoy, la señora, la maestra, la timbera. Mi abuela que partió dejando su estela en todos los que la amamos

martes, 29 de enero de 2013

Cajas de Carton


Hoy me obligue a escribir. No podía dejar pasar esta ocasión tan propicia para hacerlo. Luego de muchos días sin siquiera pensarlo, volvió ese picor en la mirada, indicando una nueva procesión de palabras. Me encuentro solo en la habitación, iluminado por una lámpara que me hacer arder los ojos, la noche se vuelve cada vez más húmeda y mi piel sufre con gotas de sudor.

Acabo de bañarme y ahora no sé porque, pienso que sería ideal llorar. Un poco, ahora que no me ve nadie. Solo una lagrimas que al bajar por mi cara se mezclaría con mi traspiración. Sería bueno, aunque sea para teatralizar una situación banal.

Pero a mí no viene el llanto, sino recuerdos que creí almacenados en una caja de cartón. Recuerdos de haber vivido en una casa con un pasillo kilométrico cuyos hundimientos daban lugar, cuando llovía o se baldeaba, a lagos profundos en los que se podía navegar incluso nadar. Que además tenía una gran planta trepadora, que se alzaba hasta las nubes de manera de confundir la procedencia de la lluvia. Dentro de la casa, había un taller mágico, lleno de herramientas maravillosas, con las que se construían grandes artefactos, temibles y poderosas naves espaciales, o incluso y temerario androide. Lindaba con un jardín sombrío, donde nunca había sol y era el hogar de millones de alimañas putrefactas y malditas. Allí vivía yo. Desde que nací hasta los catorce años. Fui feliz todos los días que pase en ella, o por lo menos la mayoría. Fue mi amiga, mi confidente. De haber fantasmas me escucharon reír llorar o incluso arder de pasión por alguna compañera de colegio. Fui feliz porque tenía un anciano que me adopto como su nieto y me llenaba de atenciones. Era un mago, un ladrón, un buscavida. Fue, ahora en la distancia lo veo, mi más preciado amigo.

 Por eso odie a mis padres cuando me comunicaron la noticia. No los entendía. No veía motivo para dejar ese lugar de fantasía. Los tildaba de locos egoístas. Ciegos por desterrar a su hijo de ese fantástico patio de juegos. En ese tiempo lloraba más a menudo, y en gran medida me servía muy bien para obtener algún premio inmerecido. Esa vez, por más justo que fueran los reclamos, mis padres fueron inconmovibles. Ya el viejo había muerto en ese entonces, dando muchas revoluciones al movimiento de la mudanza.

Particularmente un día, cuando la mudanza era un hecho, llegue al mediodía a lo que todavía era mi casa. Al llegar, luego de unos días de ausencia ayudando con la mudanza en “la otra casa”, vi dos cuartos desnudos. Un súbito viento corrió el telón y ya no hubo más magia. Solamente dos cuartos vacíos y un patio solitario. La glicina no se movió un centímetro sin embargo yo la vi diminuta. No sé qué conjeturas elaboré o que palabras salieron de mi boca en ese momento. Recuerdo la sensación de vacío clavándose en mí, de no reconocer el mismo hogar que había defendido tanto. Y el incorruptible, lastimoso calor de diciembre golpeando mi cuello permitiéndome respirar apenas lo mínimo para vivir. Ese fue mi último día allí. Nunca más corrí por su pasillo, ni tampoco me deslicé por la baranda de la escalera de cemento. Y contadas fueron las veces que hasta hoy, volví a pasar por su vereda.

 La relación que tuve con la casa que ahora habito fue al principio difícil, áspera. Hasta no hace mucho me creía exiliado y no veía en sus paredes un gesto de añoranza. No había magia ni magos borrachos. Y fue en una completa soledad, como la de hoy, que le empecé a tomar cariño. De a poco veía en ella, no resquebrajados recuerdos, sino un algodonado porvenir. Escenas de muchos años adelante, a las que me iba aferrando cada día, permitiéndome llegar al siguiente con al menos una pizca de esperanza. Y mientras escribo se mezclan los tiempo, y niños corren a mi alrededor, y un viejo perro descansa en el patio, resguardado del sol.

Sin embargo, como antes, esa sensación de vacío al ver las paredes me recorre. El mismo calor me abraza, sacando de la caja de cartón mis recuerdos guardados. En estos últimos años, la vida me otorgo la compañía tan deseada, una musa con quien quiero pasar mis días. Y noches. Y la vorágine de principio de año, derivo en una esperada oportunidad para convivir. Así estos días, me debato entre libros y artefactos embalados, entre mudanzas y peregrinajes. El calor vuelve a apretarme el cuello, dejándome inconsciente sobre una mesa de la pizzería Loreto. Al levantarme veo a un púber con un incipiente bigote, mirándome fijo.

 Un gordito de unos 13 años, esperando que yo me termine de sacar las servilletas pegadas a mi cara.

-¿Por qué la necesidad de irte? ¿No estamos cómodos? Sabes que la estás haciendo difícil. Que bien podes quedarte. Que ya arreglaste volver. ¿Para qué? 

Y ahí lo vi. Quizás tuve que pasar la mitad de mi vida para verlo, pero finalmente comprendí. No es el hecho de hacerlo, porque la promesa de volver está latente. Antes no la había. Existían esperanzas y proyectos. Y además había algo que no se podía decir, que no se podía explicar, que era difícil su camino, pero igual se transitó en su momento. Eso fue lo que por fin vi hoy. Mire a ese regordete, y con una sonrisa calma abrí mi billetera. Saque una foto carnet y se la enseñe.

 -¿Por ella?

Me pregunto mientras tomaba su Sprite

-En parte, sí. Pero más por lo que podemos hacer juntos. Por lo que somos y podemos llegar a ser. Y porque ni el viejo perro ni los chicos corriendo por el patio se hará realidad si hoy no hago lo que estoy haciendo. 

-Intento, pero no puedo comprenderlo. 

Yo, haciendo señas para que me traigan la cuanta le contesto

-Seguramente. Hoy no me vas a comprender, y quizás pase un tiempo sin que lo hagas. Pero vive, y con el tiempo tal vez encuentres una razón. 

 Pago y lo dejo sentado en la silla, siguiéndome con la mirada, como si tratara de buscar una respuesta desesperada a lo que acabamos de discutir. Sé que no lo hará, pasara por muchos caminos y vivirá mucho tiempo pensando en lo que hice. Al final, deseo que me dé la razón.

Foto: Extraida de http://www.flickr.com/photos/javinathalia/6295867989/